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ISSN 1989-4163

NUMERO 29 - ENERO 2012

Stanislaw Lem: Retorno de las Estrellas

David Torres

Publicada en 1961 (el mismo año de Solaris), Retorno de las estrellas es una fascinante y conmovedora variación de la Odisea. Hal Bregg regresa a la Tierra después de una larga expedición a la lejana constelación de Arturo. Pero, debido a la paradoja prevista por Einstein, los diez años del viaje galáctico se han estirado hasta ciento veintisiete años terrestres, con lo que Bregg no sólo ha perdido a todos sus familiares, amigos y conocidos, sino que ha extraviado también todas sus referencias sociales y culturales, viéndose convertido de golpe en un apestado, una especie de anacronismo viviente. El primer capítulo, que narra el aterrizaje de la nave que lo trae desde una base lunar y las andanzas de Bregg al intentar salir de un aeropuerto por completo incomprensible, constituye una verdadera proeza narrativa. Lem coloca al lector en el punto de vista del personaje, desplegando todo un arsenal de inventos, artefactos y adelantos mecánicos correspondientes a una civilización más avanzada, en un alarde imaginativo que, en comparación, deja a los creadores de Matrix como auténticos pazguatos. Baste señalar que lo único que puede reconocer Bregg (y el lector) al primer golpe de vista, en medio de ese laberinto tecnológico, son unos lavabos.

No obstante, la tecnología no es más que el primer velo. Bregg descubre que la civilización a la que vuelve ha extirpado para siempre, merced a complejos procesos químicos y biológicos, la violencia innata a la especie humana. La guerra, el crimen, la violación y el robo han sido abolidos. Nadie puede alzar la mano contra nadie. Incluso los leones y las fieras salvajes, incapaces ya de hacer ningún daño, pasean a sus anchas por los jardines del futuro como enormes e inofensivos peluches. Esa ausencia de agresividad ha hecho cambiar para siempre la índole de las relaciones humanas y Bregg acude a varias citas amorosas con mujeres bellísimas, revestido con la aureola de un animal salvaje.

Muy pronto Bregg comprende que en ese mundo ya no hay lugar para él. Es un astronauta y ya no se viaja a las estrellas. ¿Para qué? Hace muchos años que un filósofo llamado Starck ha demostrado la inutilidad de las expediciones espaciales, el enorme riesgo asumido por las tripulaciones, la imposibilidad matemática de encontrar vida inteligente en el cosmos. Todo ello argumentado mediante razonamientos incontestables, una lógica perfecta que hunde a Bregg en un oscuro vacío de rabia y frustración. Siente que todos los bancos de datos, los preciosos informes que ha traído de las estrellas, no sirven para nada. Que el sacrificio de unos cuantos compañeros, volatilizados en los luminosos infiernos de Arturo, ha sido en vano. Que sus deseos, sus anhelos por cruzar el espacio, su maravillosa singladura cósmica, su vida entera, no son más que tontos caprichos de una civilización atrasada, los cahivaches rotos de una humanidad infantil.

Imposible resumir en unos pocos párrafos toda la tristeza y la melancolía que destilan los mejores pasajes de Retorno de las estrellas. La alegría de Bregg al encontrar a Olaf, uno de sus compañeros de expedición, cuando ambos improvisan un combate de boxeo a escondidas, y se golpean, felices al sentir de nuevo el sabor de la vida cifrado en el dolor de los golpes, el sudor y la sangre en medio de una humanidad anestesiada. Su emoción al volver a ver las montañas de su niñez y meterse, añorante, harto de aromas sofisticados y novedosos, un puñado de nieve en la boca. Sin embargo, el momento culminante de la novela, llega en la conversación con Thurber, uno de los científicos supervivientes de la expedición, un anciano que le enseña a Bregg el verdadero significado de su aventura:

 ¿Qué te ha demostrado Starck? ¿La inutilidad de la cosmodronía? ¡Como si no lo supiéramos nosotros mismos! ¿Y los polos? ¿Qué había en los polos? Los hombres que los conquistaron sabían muy bien que allí no había nada. ¿Y la Luna? ¿Qué buscaba el grupo de Ross en el cráter Eratóstenes? ¿Brillantes? ¿Y por qué Bant y Yegorin han atravesado el centro del disco de Mercurio? ¿Para adquirir un buen bronceado? (…) ¿Qué se puede obtener, pues, de las estrellas? ¿Y qué utilidad tuvo la expedición de Amundsen? ¿Y la de Andree? La única utilidad concreta resultó ser… una posibilidad probada. Probar que puede hacerse algo como esto. Dicho con más exactitud: que se trata de lo más difícil que se puede realizar en un momento determinado. No sé si nosotros lo conseguimos, Bregg. En realidad, no lo sé. Pero estuvimos allí.

 Una posibilidad probada. Pocas veces se habrá defendido, con tanta pasión y vehemencia, la inutilidad esencial del saber aliada a la sed inextinguible del conocimiento humano. En una memorable batería de preguntas retóricas, Thurber expresa la eterna ansia de aventura del hombre, encarnada en los ideales de viejos y nuevos exploradores:        

 –Bregg, ¿crees que hubiéramos volado, de no existir las estrellas? Yo creo que sí. Habríamos querido conocer el espacio, para justificar el todo de alguna manera. (…) No me interpretes mal. No estoy afirmando que las estrellas sean solamente un pretexto… El polo tampoco lo fue; Nansen y Andree lo necesitaban… El Everest fue más necesario para Irvine y Mallory que el aire mismo (…) ¿Sabes en que consistió nuestra mala suerte, Bregg? En que tuvimos éxito y ahora estamos aquí. El hombre vuelve siempre con las manos vacías.  

 No hay duda de que, para Hal Bregg, el precio por la utopía de esa sociedad pacífica y feliz, es inaceptable. Porque eros y tánatos son hermanos inseparables, y junto con la violencia y el instinto de autodestrucción, la humanidad también habrá perdido para siempre algo infinito, precioso, primordial: la capacidad de sufrir, amar y desear. El arte, la ciencia, la infinita sed de la aventura. 

 

Stanislaw Lem

 

 

 

 

 

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